¿Cuánto machismo crees que sufres a lo largo de tu vida? Vamos a imaginar que te despiertas una mañana en tu cama. A tu lado hay un hombre. La resaca te ralentiza el pensamiento y te cuesta recordar la noche previa. Hasta que recuerdas: fue una noche fantástica, de esas de cine, cena, copas, bailes y sexo. Suena bien. Te vienen más imágenes a la mente. Mientras tu compañero sigue durmiendo, te das cuenta de que no quiso ponerse condón – te puso una de tantas excusas de elaborada retórica y sinuosas vueltas lingüísticas para convencerte. No hace tanto que os conocéis. Ya no suena tan bien. ¿Te suena la escena? Estoy segura de que has vivido algo similar. O, como mínimo, otra mujer te lo ha contado.
Machismo hasta en la sopa
Vamos a dar un salto en el tiempo y a unir toda esa cadena de abusos que te han traído a tu mañana de resaca. Porque todo lo que vas a leer, por inconexo que te parezca, tiene un nexo de unión: el machismo. El patriarcado. La necesidad, aparentemente innata (qué bien les viene que lo creamos así) del hombre a mostrarse superior a la mujer, dominarla a base de hacer valer su poder. Sí, con pequeños gestos.
Imagina ahora que has nacido en las últimas décadas del siglo pasado (es sólo para ponerte en situación). Perteneces a una de esas familias mediterráneamente ruidosas que acostumbrar a reunirse alrededor de la mesa camilla cada vez que hay algo que celebrar. Cada reunión es igual: las mujeres de la casa limpian, cocinan las viandas, preparan la mesa, la recogen y friegan los cacharros. Se quedan en la cocina el resto de la velada, tras haberse pasado la comida levantándose continuamente para servir a los hombres, atender a los menores y asentir con la cabeza, incapaces de meter baza en ninguna conversación. Los hombres, en cambio, llegan a mesa puesta y no vuelven a mover su culo hasta la hora de irse, seguros de haber salvado al mundo pontificando a toda voz. Y, por supuesto, sin dar las gracias por el servicio recibido. Tú lo observas desde tus ojos de niña. No lo entiendes, pero no te gusta.
En el colegio te levantan la falda a cada paso que das, no te dejan jugar a la pelota (¡ni tan siquiera te preguntan!), te tiran de las trenzas, se burlan de casi cualquier cosa que dices o haces y te hacen la vida imposible. Ellos campan a sus anchas: el patio es suyo, los pasillos son suyos, la calle es suya. Vas creciendo y te vas haciendo invisible porque sabes que es lo mejor para ti: que nadie sepa que ya menstrúas (las compresas te las pasan como contrabando), que nadie se fije en que ya llevas sujetador, que no te miren y no te vean. Sigues sin entenderlo (aún no conoces el concepto machismo), pero sigue sin gustarte.
Llega tu adolescencia. Voy a aceptar que es una etapa crítica de la vida para todo el mundo, no te voy a discutir que es complicada para cualquiera. Sin embargo, es mucho más difícil si eres mujer. A todo lo relatado anteriormente le vamos a sumar los tonteos, las fiestas y las primeras noches de discoteca. Lo que se traduce en que te llamen puta si le besas, monja si no, descarriada si te emborrachas, mojigata si no te gusta la fiesta, etc. Todo pasa por su filtro, no das un paso sin ser juzgada. Tu cuerpo es susceptible de ser valorado del 1 al 10, manoseado en lugares públicos sin permiso y sin que nadie mueva ni una pestaña, objeto de burlas y críticas. Y no digamos tu actitud ante la vida. No te salgas del camino marcado para ti. No tienes derecho a hacer preguntas. No les preguntas a ellos y tampoco a ellas, por aquello de la rivalidad entre mujeres (me quito el sombrero ante quien ideó este concepto: nos ha tenido mudas tanto tiempo que nos ha costado verlo). Y esa es la gran baza del machismo: lo que no se nombra no existe. Si no hablamos entre nosotras, no ocurre.
No sientas vergüenza: nos ha pasado a todas
Antes de que te des cuenta estás sometida a las (misóginas) industrias de la moda y la belleza. Apenas tienes 20 años y ya has llenado tu armario con zapatos de tacón diseñados por alguna mente sádica, te estás dejando un dineral en tratamientos de belleza tan inútiles como ridículamente caros, has desarrollado tal lista de complejos físicos que ya ni te ves cuando te miras al espejo y todo tu mundo gira en torno a gustarles. A ellos. ¿De verdad crees que te maquillarías si a nadie le importasen tus ojeras? ¿Te subirías a esos tacones si no te mirasen mal por ir en deportivas? ¿Te pondrías sujetador, ropa ceñida o incómoda? No lo harías. Por dos motivos: cuando descubres que la ropa no tiene género, abrazas la comodidad. Y cuando aceptas, mal que te pese, que salir a la calle sola es un riesgo, decides que necesitas la libertad de poder salir huyendo, llegado el caso.
Tu vida sigue, y sigue como hasta ahora: edad adulta, pero nada cambia. Si acaso, empeora. Ya sean múltiples parejas o pareja estable o cualquier combinación que se te ocurra, esto es lo que vas a encontrar: malas caras si ganas más dinero que él, peores caras si exiges el reparto equitativo de tareas, miradas inquisitivas cuando decides salir o viajar por tu cuenta, renunciar a las actividades que te hacen feliz en pos de pasar más tiempo a su lado (no te creas que él va a renunciar ni a la mitad de cosas que tú), etc. En el trabajo, otro tanto: aguantar a jefes y compañeros que te harán de menos sólo por ser mujer, piropos no solicitados, salarios inferiores a los de ellos… suma y sigue. ¿Ya vas viendo hasta dónde llegan los tentáculos del machismo? ¿Crees que la situación ha cambiado mucho en las últimas décadas? Yo diría que no tanto.
Especialmente, creo que nada ha cambiado en un tema en particular: el sexo. No voy a entrar en detalles acerca de la pérdida de la virginidad (qué expresión tan absurda), ni del “momento maternidad”, que daría para tomos enteros. Me refiero al sexo, a secas. Tú vas a ser la responsable de la salud de ambos, te ha tocado esa lotería. Tú te harás pruebas de ETS e ITS por tu propia salud (y la de ambos), pero que no se te ocurra pedírselo a él, que no aceptará. Da igual si os conocéis desde hace 12 años o 12 horas, la respuesta no varía mucho: acusarte de desconfianza sobre su fidelidad, de ser tú la infiel, de golfa por haber tenido parejas sexuales antes de conocerle, de paranoica… lo que sea con tal de no dar unos mililitros de su sangre. Lo que sea con tal de no ceder un milímetro de su espacio, sus privilegios, su incuestionable hacer. Porque de un hombre no se duda, nunca se duda. Y no se le discute. No “le dejas a medias”, no “le calientas”, no le contradices. (Delicado tema el de las mal llamadas deudas de cama.)
También hará todo lo posible por evitar los (mal)llamados “preliminares”. Me atrevo a decir que los hombres nacidos entre principios de los 70 y finales de los 90 (como mínimo) reproducen en su cama lo que han visto en el porno y aquí, te lo aseguro, tus deseos quedan invalidados. Y esto incluye manipularte hasta conseguir que transijas a hormonarte, con tal de no ponerse un puñetero preservativo. Hago una parada para invitarte a ver la miniserie documental “El sexo. En pocas palabras” disponible en Netflix. Y luego hablamos de los salvajes efectos secundarios de los anticonceptivos en tu cuerpo y por qué sigue sin interesar la fabricación de “la píldora masculina”.
Vuelve a esa mañana de resaca. Vuelve a darte cuenta de que tu compañero de cama no quiso ponerse condón. No es un momento único, no es que hayas bajado la guardia una vez y te hayas despistado: es que llevas toda tu vida sufriendo machismo. Y lo tienes tan interiorizado que no lo ves. Lamentarse por el pasado no sirve de nada, puedes hacer algo mucho mejor: comparte, habla con otras mujeres, cuéntales tus vivencias y tus impresiones, crea un nuevo presente y apuntala un nuevo futuro. Está en nuestras manos modificar la realidad y derribar el patriarcado.